miércoles, 12 de octubre de 2011

Día 12 de octubre: ¿Dónde está el tarro de los melocotones?


Empezó el día pálido de miedo y rabia. Apenas nadie lo sabía, ya que todo el país dormitaba su jornada de fiesta mientras unos pocos, pálidos, nada rabiosos, quizá algo temerosos, asistíamos a la proyección de Livide, el segundo largo de Julien Maury y Alexandre Bustillo tras la celebrada À l’intérieur (2007). Y el temor nacía del escaso entusiasmo que están despertando las propuestas vampíricas de este año (a excepción de Vampire, de Shunji Iwai), sumado al cambio de registro que supone esta historia con respecto al homenaje chopper de la anterior. Entramos con los pies pesados, quisieron que una vez dentro flotáramos. Salimos igual que antes, lívidos por la oscuridad de la sala.

Una bailarina de ballet, de moño prieto y tutú blanco y vaporoso, que queda suspendida en el aire. Quizá sea la imagen más poética de las contenidas en Livide, aunque haya que precisar que la auténtica sugerencia de esa estampa reside en la sangre que recorre la boca, el pecho, las manos de la ¿inocente? danzarina. La mezcla de ballet y vampirismo, un gancho de gran contraste cromático que la pareja de cineastas franceses ha creado a partir del giallo italiano, en realidad ocupa escaso metraje y aún menos importancia para la trama. Ese gótico steampunk se arropa de una media hora inicial tediosa y de tres incautos descerebrados que creen que colarse de noche en la casa de una anciana comatosa es tarea sencilla, y mucho más salir de ella entero… o con todas las partes de sus cuerpos en el lugar adecuado. Parece que ese motivo visual, de bella inquietud y reflexiones sobre la hermosura hecha pedazos, se mantiene intacto incluso en sus escenas más crueles, y, a pesar del giro hacia la sugerencia que sus autores han deseado demostrar, el resultado final es una Suspiria (Dario Argento, 1977) tan excesivamente racional y poco lúdica como ahogada en profundas lagunas argumentales. Eso sí, si alguien tiene un animal disecado en casa, que lo tire a la basura antes de verla.

La flojedad de Livide pareció confirmarse en una rueda de prensa donde sólo interesaba comentar la nueva ola de cine fantástico francés, para extender su ejemplo a un supuesto y similar fenómeno español. Y un fenómeno, que no desea encasillarse según la definición más repetida de dicha palabra, es Nacho Vigalondo, capaz de generar inmensas colas (de público) ante el estreno de su, también, segunda película. A la contra (o al contrario) de Los cronocrímenes (2007), Extraterrestre se alinea con el tono cómico de los cortometrajes del cineasta, y lo hace re-imaginando los parámetros de la ciencia ficción con alienígenas, de un modo más sencillo y fresco que la inaugural Eva (Kike Maíllo, 2011). La premisa: Julio (Julián Villagrán) se despierta en la cama de Julia (Michelle Jenner) sin recordar nada de lo que ha sucedido durante una noche de borrachera.

La sorpresa mayor, en teoría, es descubrir que sobre Madrid flota no ya una bailarina ensangrentada, sino una nave espacial gigante. La sorpresa mayor de verdad la provocan las corrientes de afecto, traición, desagrado y estupidez que atraen y repelen a cuatro personajes encerrados la mayor parte del tiempo en un piso de Lavapiés. Y su humanidad, tan risible y cálida, juega a favor de un sentido del humor de toques castizos (como un itinerante tarro de melocotones), de una irreverencia absoluta hacia los tópicos del cine de invasiones estelares y de un tremendo pulso que mantiene (que no desvía) la atención sobre lo extraterrestre, casi siempre fuera de campo, junto a los elementos de carácter más íntimo. Como Los cronocrímenes, Extraterrestre es mil cosas, pero lo más bonito es que sea una historia de amor, sin concesiones al remilgo; de amor entre los personajes, de amor entre el público y los personajes, de amor entre Vigalondo y todas sus fuentes cinematográficas.

En esta ocasión, una audiencia entregada a la risa desde lo más hondo de sus pulmones sí que abandonó el Auditori en un estado de ligereza que reafirmaron las masterclasses con Bryan Singer y el propio Vigalondo, capaz en pocos minutos de lanzar pullas contra cierto cine español, comentar un consejo de Howard Hawks, contar un chiste pésimo, revelar secuencias alternativas y proyectos futuros: la muy sugerente Windows, que nos mostrará a través de la pantalla del PC un thriller con triángulo amoroso obsesivo y freak, en la línea de su ópera prima. Singer, por su parte, narró un bastante tópico recorrido autobiográfico con guiños al Singer que un día también se sentó en las butacas de los festivales, a sus cortos de Star Treck Murders, rodados con kétchup y Barbies, y a su auto-arrogado descubrimiento de Ethan Hawke cuando ambos eran unos críos y vivían en la misma manzana.

Imaginación que no falte, la que nos convoca a flotar en el ahora y ante la perspectiva de próximos materiales igualmente innovadores. Pero no se excedan: si los aliens nos visitaran, no sólo terminaríamos aburriéndonos de ellos, sino que convertiríamos sus naves en centros turísticos con miradores. Vigalondo dixit. Almodóvar, en cambio, habría construido sobre el platillo una plaza de toros. Olé.

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